La mano del juez que bajaba
indicó que comenzaba la carrera. Un resorte de cadenas sonando al unísono puso
en movimiento a los corredores que, de manera ordenada y sistemática, iban tomando
posiciones en el pelotón.
Apelotonados, enlatados entre
ruedas, pedaleamos con una cadencia de lluvia de otoño, como desganada, pero
continua.
Los primeros kilómetros eran
igual para todos: Pasamos sin pena ni gloria por el asfalto gris, adornado por
sombras recortadas de edificios y de árboles cetrinos de alameda urbana, asfixiados
sin espacio para expandir las raíces. Allí estábamos nosotros, solo diferentes
por los colores de nuestros maillot, pero todos con la misma carne y huesos,
creyéndonos portadores de sueños únicos que enarbolaban nuestra voluntad de ser
los primeros...
Pronto la carrera empezó a tomar
forma y el asfalto fácil empezó a tornarse en camino pedregoso. Los primeros
valientes decidieron tomar la delantera, con un cambio de ritmo que pedía la
misma cantidad de agallas que de piernas.
Algunos les siguieron, la mayoría
sin medir sus fuerzas, creyendo que poseían la pasta de los ganadores. Las
piedras y las pendientes imposibles les pusieron rápido en su lugar. Con
lágrimas en los ojos, los veías implorar al cielo que les devolviera las
fuerzas perdidas, mientras veían al pelotón que pasaba dejándolos abandonados a
su suerte en un cruel alarde de justicia poética.
Yo no era tan ilusa, siempre
consciente de mis limitaciones me mantuve en el pelotón. Ser parte de la masa
informe tenía sus ventajas… A veces te dejabas llevar y pedaleabas a rueda de
los más voluntariosos, otras eras tú quien tiraba del carro en un amago de
falsa solidaridad. Todos nos mirábamos de reojo, esperando la dentellada del
lobo disfrazado de cordero. -¿Ahora o espero? -
La pregunta resonaba y eran mis
piernas las que respondían. Con los gemelos empedrados y los cuadriceps cantando
una saeta hubiera sido un suicidio. - ¡La mediocridad impera!, ¿Esperabas algo
distinto?- parecía decir el dolor acuciante en mi costado. -Lo importante es
participar… -reía todo el auditorio que se congregaba por mi persona cargado de
expectativas y que me empujaba a seguir pedaleando en aquella carrera sin
sentido que iba acabando poco a poco conmigo.
Pasados unos años ya estaba
inmunizada. Seguía pedaleando en el pelotón, lanzada a contrarreloj queriendo
robar segundos al tiempo, creyéndome dueña de mi destino.
Allí estábamos todos, pedaleando
con la mirada fija al frente, como una marea de medusas con flagelos inertes
movidos por la inercia. Lanzados al sprint en el abismo.
Un buen día, cuando ya
vislumbraba la meta al fondo de los campos Elíseos, de pronto desperté.
Miré al lado, y en una de las
cunetas, un hombre entrado ya en años me hizo ralentizar el paso. Vestía un
mallot igual que el mío, pero bastantes más canas y arrugas. Caminaba despacio,
con la bicicleta en la mano. Parecía cansado.
- ¿Por qué no se monta usted en
la bici? Si lo hace llegará más rápido – le dije en un gesto de benevolencia.
El hombre me miró con una mirada
infinita y me preguntó: - ¿Llegar a donde? ¡No tengo prisa, al fin y al cabo la meta es la misma para todos! ¿Te has fijado en lo bello que es París? –
Desconcertada miré alrededor. Al
fondo la torre Eiffel se levantaba majestuosa bañada por la luz de la tarde.
Llevaba media vida pedaleando en aquella carrera y era la primera vez que la
veía…