domingo, 9 de septiembre de 2018

Una historia para pensar: La carrera


La mano del juez que bajaba indicó que comenzaba la carrera. Un resorte de cadenas sonando al unísono puso en movimiento a los corredores que, de manera ordenada y sistemática, iban tomando posiciones en el pelotón.

Apelotonados, enlatados entre ruedas, pedaleamos con una cadencia de lluvia de otoño, como desganada, pero continua.

Los primeros kilómetros eran igual para todos: Pasamos sin pena ni gloria por el asfalto gris, adornado por sombras recortadas de edificios y de árboles cetrinos de alameda urbana, asfixiados sin espacio para expandir las raíces. Allí estábamos nosotros, solo diferentes por los colores de nuestros maillot, pero todos con la misma carne y huesos, creyéndonos portadores de sueños únicos que enarbolaban nuestra voluntad de ser los primeros...

Pronto la carrera empezó a tomar forma y el asfalto fácil empezó a tornarse en camino pedregoso. Los primeros valientes decidieron tomar la delantera, con un cambio de ritmo que pedía la misma cantidad de agallas que de piernas.

Algunos les siguieron, la mayoría sin medir sus fuerzas, creyendo que poseían la pasta de los ganadores. Las piedras y las pendientes imposibles les pusieron rápido en su lugar. Con lágrimas en los ojos, los veías implorar al cielo que les devolviera las fuerzas perdidas, mientras veían al pelotón que pasaba dejándolos abandonados a su suerte en un cruel alarde de justicia poética.

Yo no era tan ilusa, siempre consciente de mis limitaciones me mantuve en el pelotón. Ser parte de la masa informe tenía sus ventajas… A veces te dejabas llevar y pedaleabas a rueda de los más voluntariosos, otras eras tú quien tiraba del carro en un amago de falsa solidaridad. Todos nos mirábamos de reojo, esperando la dentellada del lobo disfrazado de cordero. -¿Ahora o espero? -

La pregunta resonaba y eran mis piernas las que respondían. Con los gemelos empedrados y los cuadriceps cantando una saeta hubiera sido un suicidio. - ¡La mediocridad impera!, ¿Esperabas algo distinto?- parecía decir el dolor acuciante en mi costado. -Lo importante es participar… -reía todo el auditorio que se congregaba por mi persona cargado de expectativas y que me empujaba a seguir pedaleando en aquella carrera sin sentido que iba acabando poco a poco conmigo.

Pasados unos años ya estaba inmunizada. Seguía pedaleando en el pelotón, lanzada a contrarreloj queriendo robar segundos al tiempo, creyéndome dueña de mi destino.

Allí estábamos todos, pedaleando con la mirada fija al frente, como una marea de medusas con flagelos inertes movidos por la inercia. Lanzados al sprint en el abismo.

Un buen día, cuando ya vislumbraba la meta al fondo de los campos Elíseos, de pronto desperté.

Miré al lado, y en una de las cunetas, un hombre entrado ya en años me hizo ralentizar el paso. Vestía un mallot igual que el mío, pero bastantes más canas y arrugas. Caminaba despacio, con la bicicleta en la mano. Parecía cansado.

- ¿Por qué no se monta usted en la bici? Si lo hace llegará más rápido – le dije en un gesto de benevolencia.

El hombre me miró con una mirada infinita y me preguntó: - ¿Llegar a donde? ¡No tengo prisa, al fin y al cabo la meta es la misma para todos! ¿Te has fijado en lo bello que es París? –

Desconcertada miré alrededor. Al fondo la torre Eiffel se levantaba majestuosa bañada por la luz de la tarde. Llevaba media vida pedaleando en aquella carrera y era la primera vez que la veía…