jueves, 29 de marzo de 2018

Una historia para pensar: El muro


Santiago respiraba el olor a hierba recién cortada mientras el sol incipiente de primavera le calentaba los dedos de los pies desnudos.

Había decidido marcharse al pueblo y alejarse de todo. Estaba harto del mundo. Solo quería paz y silencio. Por eso había comprado un pequeño terreno a las afueras del núcleo poblado conformado por cinco casuchas donde su abuelo había nacido, y donde su padre aún conservaba una casa ruinosa que ahora él se disponía a arreglar como vivienda.

Pero lo que realmente le interesaba no era la casa, sino aquel terrenito desde donde divisaba las montañas y en el que se atrincheraba con sus pensamientos como única compañía.

El hombre pasaba los días enteros allí. Solamente escuchando el viento y el canto de los pájaros. Con un libro entre las manos en ocasiones, y otras veces, simplemente tumbado al raso con las estrellas como tejado.

Tanto disfrutaba de su soledad, que había abandonado por completo la restauración de la casa en el pueblo y nada más amanecer caminaba los kilómetros que lo separaban del prado con las alas de la ligereza como zapatos.

Habían transcurrido ya unos meses cuando llegó el verano. Una mañana al llegar Santiago a su terreno, se encontró con una cabaña hecha de cañas sobre la hierba.

Molestó por la intrusión desmontó los palos y los tiró a la vera del camino fuera de su propiedad.

Ese mismo día, al atardecer, vio llegar en una furgoneta a una familia con tres pequeños y aparcar a escasos 10 metros de su remanso, en un hueco donde el camino se hacía más ancho.

La familia reía ruidosa mientras cocinaban algo en una parrilla improvisada con varias piedras.

Santiago cerró los ojos tratando de obviarlos, pero la música de la furgoneta y las risas de los niños que jugaban despreocupados le hacían imposible concentrarse en sus pensamientos.

Se marchó irritado al pueblo antes de la hora acostumbrada con la esperanza de que los molestos vecinos se hubieran marchado al día siguiente, pero cuando regresó al día siguiente vio con horror que lejos de marcharse se habían multiplicado. ¡Ahora eran dos las furgonetas aparcadas!

Los niños correteaban arriba y abajo y entraban sin reparos en su terreno. Él los miraba con mirada fulminante, pero los pequeños se limitaban a sonreír y a molestarle una y otra vez con preguntas absurdas. ¡Él solo quería estar solo! Así que decidido a conservar su paz como diera lugar decidió levantar un muro que evitara las intromisiones de aquellos molestos vecinos.

Colocó ladrillo sobre ladrillo en todo el perímetro de la parcela y levantó el muro hasta la altura de la cintura. Pensaba que así podría seguir disfrutando de las vistas sin que aquellos pequeños le invadieran.

Lejos de conseguir su objetivo, el muro se convirtió en un reclamo apetecible para los niños. Habían encontrado una muralla con la que jugar a esconderse y una empalizada para poner a prueba sus dotes de escaladores.

Santiago meditó que hacer. Si levantaba el muro más alto perdería las vistas de las montañas que tanto disfrutaba, pero  a cambio conseguiría recuperar su soledad. Así que, con pesar, se puso manos a la obra y levantó el muro a la altura de la cabeza dejando tan solo un pequeño paso que le serviría de puerta y un agujero a la altura de sus ojos como ventana a la que asomarse para ver el paisaje.

Pero los niños lejos de darse por aludidos no cesaban de encaramarse al ventanuco y de jugar a colarse por la abertura que le servía al hombre como entrada.

Una mañana cuando llegó al terreno se encontró con que los pequeños habían construido todo un poblado de cabañas hechas a base de cañas. Enfadado, desmontó las endebles construcciones, amontonó los palos fuera de sus muros y les prendió fuego.

Uno de los niños se acercó compungido y Santiago volvió a resguardarse intramuros.

Cuando se asomó por el ventanuco un rato después molesto por las risas y la algarabía que escuchaba fuera, vio a los pequeños asando nubes en la hoguera que él mismo había hecho.

Eso fue la gota que colmó el vaso. Decidido volvió a la casa del pueblo a recoger sus cosas y se instaló en el terreno para evitar que aquellos pequeños bárbaros volvieran a invadirle.

Tapió la ventana y la puerta y levantó el muro un poco más. Así podría evitar que entraran.

Santiago se sentía feliz, por fin había conseguido recuperar su soledad. Se pasaba los días tumbado sobre la hierba, pero todavía escuchaba el ruido de las risas y los gritos de los niños que entorpecían el curso de sus divagaciones y reflexiones siempre en el momento más inoportuno.

Decidido a llevar su encierro hasta las últimas consecuencias, el hombre se puso a cavar un hoyo. Cuanto más cavaba y se adentraba en la tierra, más lejanas se escuchaban las voces, así que cavo y cavo hasta que dejo de escuchar nada.

Tan ocupado había estado cavando que no se había dado cuenta de que a base de cavar ya no quedaba hierba fresca en su remanso.

El agujero era tan profundo que los muros levantados daban sombra todo el día y ya no le permitían sentir el calor del sol en los dedos de los pies. Y tampoco tenía forma de ver sus amadas montañas.

Su paz costaba un caro precio, pero al menos ahora nadie le molestaría.

Pasaron los días, y Santiago empezó a extrañar el canto de los pájaros. Agudizaba el oído esperando escuchar alguna risa de los pequeños que antes tanto le molestaban, pero tanto había ahondado su agujero que ningún sonido de fuera se escuchaba.

Había ya releído todos sus libros y empezaba a extrañar hablar con alguien…

Un buen día, una piedra cayó del cielo. Llevaba un dibujo con una nota atada con un cordel rojo. A buen seguro era de uno de eso niños…

Miró el dibujo de montañas con hierba verde y sol reluciente y una lágrima corrió por sus mejillas. Al reverso una nota escrita a mano con letra de principiante decía: “¿No se aburre ahí solo? Si quiere salga y cene esta noche con nosotros. Mis papás y yo le invitamos a un asado”

Santiago sonrió contento. Tenía ganas de comer asado y de volver a ver las montañas. ¡Claro que iría!

De pronto, miró alrededor y con espantó se percató de que en su afán de soledad había cavado tan profundo que nadie podría entrar, pero él tampoco podía salir… ¡Se había olvidado de construir una escalera!


sábado, 3 de marzo de 2018

Una historia para pensar: El pez


El niño miraba embelesado la pecera. Dentro un pez naranja brillante nadaba ajetreado de lado a lado.
Hacía solo unos días que el pez estaba en casa, pero al niño le parecía que llevaba allí toda la vida. Había colocado el bote con la comida para peces junto a la pecera y cada vez que se acercaba le daba de comer.
Lo primero que hacía al levantarse era ir a saludar al pez. Se marchaba a clase a regañadientes y cuando volvía al mediodía se sentaba junto al animal a contarle como le había ido el día de colegio.
Tanto se había encariñado con el pececillo que ya no quería salir a jugar con sus amigos, prefería quedarse en casa mirando a su pez.
El animalito le miraba curioso a través del cristal y el niño le saludaba poniendo su manita en la pecera.
- ¿Tienes hambre? - preguntaba una y otra vez, y el pez nadaba contento arriba y abajo esperando que el niño le diera de comer.
El pequeño cogía el bote y le daba un par de escamas de comida de colores. El pececito pegaba su boca al cristal de la pecera al verle acercarse y él volvía a darle de comer.

Le quería tanto…

- Si le das de comer constantemente se morirá…- le había dicho su padre aquella noche.
- Es que le quiero mucho y quiero que sepa cuanto le quiero, se pone muy contento cuando le doy de comer… - se justificó el niño.

El pequeño se fue a la cama y al levantarse a la mañana siguiente corrió a la sala a dar los buenos días al pez.
Cogió el bote de la comida y cuando iba a darle su par de escamas de colores lo vio: El pez flotaba boca arriba hinchado como un globo.

- ¿Y de que murió tu pez? - le preguntó María en el colegio al verlo tan triste.
- Murió de amor - dijo el niño compungido encogiéndose de hombros.