Santiago respiraba el olor a
hierba recién cortada mientras el sol incipiente de primavera le calentaba los
dedos de los pies desnudos.
Había decidido marcharse al
pueblo y alejarse de todo. Estaba harto del mundo. Solo quería paz y silencio.
Por eso había comprado un pequeño terreno a las afueras del núcleo poblado
conformado por cinco casuchas donde su abuelo había nacido, y donde su padre
aún conservaba una casa ruinosa que ahora él se disponía a arreglar como
vivienda.
Pero lo que realmente le
interesaba no era la casa, sino aquel terrenito desde donde divisaba las
montañas y en el que se atrincheraba con sus pensamientos como única compañía.
El hombre pasaba los días enteros
allí. Solamente escuchando el viento y el canto de los pájaros. Con un libro entre
las manos en ocasiones, y otras veces, simplemente tumbado al raso con las
estrellas como tejado.
Tanto disfrutaba de su soledad,
que había abandonado por completo la restauración de la casa en el pueblo y
nada más amanecer caminaba los kilómetros que lo separaban del prado con las
alas de la ligereza como zapatos.
Habían transcurrido ya unos meses
cuando llegó el verano. Una mañana al llegar Santiago a su terreno, se encontró
con una cabaña hecha de cañas sobre la hierba.
Molestó por la intrusión desmontó
los palos y los tiró a la vera del camino fuera de su propiedad.
Ese mismo día, al atardecer, vio
llegar en una furgoneta a una familia con tres pequeños y aparcar a escasos 10
metros de su remanso, en un hueco donde el camino se hacía más ancho.
La familia reía ruidosa mientras
cocinaban algo en una parrilla improvisada con varias piedras.
Santiago cerró los ojos tratando
de obviarlos, pero la música de la furgoneta y las risas de los niños que
jugaban despreocupados le hacían imposible concentrarse en sus pensamientos.
Se marchó irritado al pueblo
antes de la hora acostumbrada con la esperanza de que los molestos vecinos se
hubieran marchado al día siguiente, pero cuando regresó al día siguiente vio
con horror que lejos de marcharse se habían multiplicado. ¡Ahora eran dos las
furgonetas aparcadas!
Los niños correteaban arriba y
abajo y entraban sin reparos en su terreno. Él los miraba con mirada
fulminante, pero los pequeños se limitaban a sonreír y a molestarle una y otra
vez con preguntas absurdas. ¡Él solo quería estar solo! Así que decidido a
conservar su paz como diera lugar decidió levantar un muro que evitara las
intromisiones de aquellos molestos vecinos.
Colocó ladrillo sobre ladrillo en
todo el perímetro de la parcela y levantó el muro hasta la altura de la
cintura. Pensaba que así podría seguir disfrutando de las vistas sin que
aquellos pequeños le invadieran.
Lejos de conseguir su objetivo,
el muro se convirtió en un reclamo apetecible para los niños. Habían encontrado
una muralla con la que jugar a esconderse y una empalizada para poner a prueba
sus dotes de escaladores.
Santiago meditó que hacer. Si
levantaba el muro más alto perdería las vistas de las montañas que tanto
disfrutaba, pero a cambio conseguiría
recuperar su soledad. Así que, con pesar, se puso manos a la obra y levantó el
muro a la altura de la cabeza dejando tan solo un pequeño paso que le serviría
de puerta y un agujero a la altura de sus ojos como ventana a la que asomarse
para ver el paisaje.
Pero los niños lejos de darse por
aludidos no cesaban de encaramarse al ventanuco y de jugar a colarse por la
abertura que le servía al hombre como entrada.
Una mañana cuando llegó al
terreno se encontró con que los pequeños habían construido todo un poblado de
cabañas hechas a base de cañas. Enfadado, desmontó las endebles construcciones,
amontonó los palos fuera de sus muros y les prendió fuego.
Uno de los niños se acercó
compungido y Santiago volvió a resguardarse intramuros.
Cuando se asomó por el ventanuco
un rato después molesto por las risas y la algarabía que escuchaba fuera, vio a
los pequeños asando nubes en la hoguera que él mismo había hecho.
Eso fue la gota que colmó el
vaso. Decidido volvió a la casa del pueblo a recoger sus cosas y se instaló en
el terreno para evitar que aquellos pequeños bárbaros volvieran a invadirle.
Tapió la ventana y la puerta y
levantó el muro un poco más. Así podría evitar que entraran.
Santiago se sentía feliz, por fin
había conseguido recuperar su soledad. Se pasaba los días tumbado sobre la
hierba, pero todavía escuchaba el ruido de las risas y los gritos de los niños
que entorpecían el curso de sus divagaciones y reflexiones siempre en el
momento más inoportuno.
Decidido a llevar su encierro
hasta las últimas consecuencias, el hombre se puso a cavar un hoyo. Cuanto más
cavaba y se adentraba en la tierra, más lejanas se escuchaban las voces, así
que cavo y cavo hasta que dejo de escuchar nada.
Tan ocupado había estado cavando
que no se había dado cuenta de que a base de cavar ya no quedaba hierba fresca
en su remanso.
El agujero era tan profundo que
los muros levantados daban sombra todo el día y ya no le permitían sentir el
calor del sol en los dedos de los pies. Y tampoco tenía forma de ver sus amadas
montañas.
Su paz costaba un caro precio,
pero al menos ahora nadie le molestaría.
Pasaron los días, y Santiago
empezó a extrañar el canto de los pájaros. Agudizaba el oído esperando escuchar
alguna risa de los pequeños que antes tanto le molestaban, pero tanto había
ahondado su agujero que ningún sonido de fuera se escuchaba.
Había ya releído todos sus libros
y empezaba a extrañar hablar con alguien…
Un buen día, una piedra cayó del
cielo. Llevaba un dibujo con una nota atada con un cordel rojo. A buen seguro
era de uno de eso niños…
Miró el dibujo de montañas con
hierba verde y sol reluciente y una lágrima corrió por sus mejillas. Al reverso
una nota escrita a mano con letra de principiante decía: “¿No se aburre ahí
solo? Si quiere salga y cene esta noche con nosotros. Mis papás y yo le invitamos
a un asado”
Santiago sonrió contento. Tenía
ganas de comer asado y de volver a ver las montañas. ¡Claro que iría!
De pronto, miró alrededor y con
espantó se percató de que en su afán de soledad había cavado tan profundo que
nadie podría entrar, pero él tampoco podía salir… ¡Se había olvidado de
construir una escalera!