Apostado en la parte alta de unas
rocas el pastor esperaba escopeta en mano a que apareciera el lobo. Era la
tercera noche consecutiva que el animal había matado a una de sus ovejas.
Atisbó un movimiento de arbustos
cerca del cercado y con gesto decidido apuntó con el arma. El disparo sonó
hueco y dio certero en el blanco.
El hombre escuchó un alarido de
dolor y vio como malherido el lobo se arrastraba. Sin pensárselo dos veces lo
siguió entre la maleza con la intención de rematarlo.
El animal se tambaleó hasta su
guarida y allí se desplomó. El pastor se acercó a comprobar que estaba muerto. Allí,
bajo su cuerpo inerte, yacían tres lobeznos de pocos días con el pelaje
ensangrentado que lo observaban con recelo. El lobo abatido debía ser su madre.
El pastor decidió eliminarlos sin
escrúpulos, pero al llegar al último, cuando iba a apretar el gatillo, algo lo
detuvo.
Aquel animal lo miraba fijo, con
una expresión diferente en sus ojos. El pastor fue incapaz de liquidarlo y lo
dejó a su suerte con la certeza de que moriría de frío o hambre en pocos días. No
obstante, cuando llego a casa fue incapaz de dormir. Cada vez que cerraba los
ojos, la mirada del animal se le aparecía en sueños causándole una gran conmoción.
Bajo la mirada inquisitiva de su
esposa el hombre se levantó, se calzó las pesadas botas y volvió sobre sus
pasos hasta el lugar donde había dejado a la criatura. La encontró llorando,
con un aullido tenue, como cualquier cachorrillo abandonado. Lo recogió entre
sus brazos y volvió con él a la granja.
Desoyendo los consejos de sus vecinos
e ignorando las advertencias de su esposa, el hombre decidió quedarse al lobo.
Lo crio junto a sus otros perros y pronto el animal se convirtió en su más fiel
amigo.
Para asombro de todos, el lobo se
comportaba como el más manso de los canes. ¡Hasta acompañaba al pastor a llevar
a las ovejas a pastar! Todos reconocieron asombrados las bondades del animal y
el pastor no se arrepintió ni un solo día de haberlo recogido evitándole una
muerte segura.
Todo iba bien hasta que pasaron
tres inviernos.
Como pasaba cada cierto tiempo,
ese año el temporal de nieve fue más cruento de lo normal y el frío diezmo los
rebaños. Las copiosas nevadas cerraron todos los caminos, dejando la aldea
incomunicada y sin forma de abastecerse.
Pronto, los pastores, que ya
estaban acostumbrados a estas situaciones de emergencia, empezaron a racionar
las provisiones y los animales empezaron a pasar hambre.
La primera queja le llegó al
pastor de la granja del vecino más cercano. Acusaba a su mascota de haberse
cenado dos ovejas.
El hombre miró al animal que
descansaba tranquilo en un rincón de la cocina calentándose al abrigo del hogar
encendido. Y molesto con la acusación, sin pruebas ni fundamento a su entender,
dijo:
-No ha sido él, duerme dentro de
casa. No pudo haber salido anoche. ¡Hasta donde yo sé no sabe abrir puertas! -
No obstante y por si acaso, decidió cerrar con llave a partir de entonces.
Las quejas siguieron sucediéndose
una tras otra. El pastor invitaba a sus vecinos a comprobar por sí mismos que
el lobo estaba allí. Los más desconfiados pedían inspeccionar el lugar y por
más que miraron tratando de encontrar alguna prueba en contra no encontraron
evidencia alguna de la culpabilidad del animal.
Todos seguían mirándolo con
recelo, pues su granja era la única donde las ovejas permanecían ajenas a los
ataques de los depredadores.
Los ataques siguieron
sucediéndose, pero el pastor estaba seguro de la inocencia del lobo, pues
dormía bajo llave.
Estaba ya cercana la primavera y
esperaban el deshielo con impaciencia. Llevaban varios días sin apenas comer,
pues ya no quedaba oveja ni gallina en pie y las provisiones hacía semanas que
se habían evaporado.
El lobo seguía en su rincón,
callado y observador. Calentándose junto a la lumbre. Hacía tiempo que no comía
y empezaba a tener hambre.
El pastor y su esposa se sentaron
en la sala. Ella hacía calceta, él miraba los deportes en un periódico viejo.
El animal merodeó alrededor, acercándose a la puerta buscando la manera de
salir. Pero la puerta estaba cerrada con llave. Hacía días que el lobo no
conseguía escapar por las noches y el estómago vacío no paraba de recordárselo.
El hombre se marchó a la bodega
en busca de algo que beber y llamó al animal para que lo acompañara. Pero este
no le siguió.
Cuando hubo abandonado la
estancia, el lobo no pudo aguantar más y se abalanzó sobre la esposa, que
aterrada grito al sentir la dentellada del animal en su carne.
El pastor corrió desde la bodega,
pero al llegar a la puerta, el lobo le franqueó el paso. Lo miró con lástima,
como disculpándose: -¿qué quieres? ¡Soy un lobo! – parecía decir mientras le clavaba los
dientes...