martes, 30 de enero de 2018

Una historia para pensar: El cántaro


Como todas las mañanas las mujeres acudieron al río. Allí estaba Aisha.

Zasara la observaba mientras lavaban la ropa. No la conocía, en realidad no era Aisha lo que le interesaba, sino el cántaro.

Estaba apoyado en el suelo, junto a ella. Aisha lo cargaba cada día de ida y vuelta hasta la orilla y lo dejaba allí posado sobre la arcilla de la ribera.

Era un recipiente grande, contundente, labrado en un nácar blanco reluciente y adornado con figuras geométricas trabajadas en oro.

La mujer lo vigilaba de soslayo con la mirada mientras frotaba las prendas de colores en las rocas. Con frecuencia lo acariciaba con gesto distraído mientras hablaba con sus compañeras de faena.

Zasara estudiaba sus movimientos, lentos y gráciles. Charlaba con ademán reposado, con una expresión casi etérea en el rostro. Al mirarla quedaba prendada de su encanto. Al resto de las mujeres les pasaba lo mismo:  Aisha, sin quererlo, despertaba las simpatías de todo el grueso de féminas.

"Tiene que ser efecto del cántaro" - se decía una y otra vez Zasara - "Ese cántaro tiene algo especial. Me pregunto que tendrá dentro…"

Tanto se obsesionó la mujer con la idea de poseer el cántaro, que un día se acercó a Aisha con todos sus ahorros guardados bajo el fajín.

- Te compro el cántaro - le propuso cuando ella levantó la vista - Ponle un precio… - añadió con desdén.

Aisha la miró sin comprender y agarrando el recipiente bruscamente le dijo que no estaba a la venta.

Ahora sí que Zasara no tenía duda de que aquel cántaro era mágico… No sabía que contenía, pero conseguirlo se convirtió en el propósito de su vida. La obsesión por poseerlo llegó a ser tan fuerte que no la dejaba dormir por las noches. En cuanto se metía en la cama la visión del cántaro le impedía conciliar el sueño.

Cuando su marido, que era mercader, regresó después de varios días de viaje, encontró la casa desorganizada, al único hijo de ambos desatendido y a la mujer más delgada y envejecida.

Cuando le reclamó a la esposa, ésta se echó a llorar y le imploró que le consiguiera aquel cántaro.

El hombre trato en vano de comprárselo a Aisha y por mucho que buscó no encontró recipiente igual.

Pasaron los días y Zasara cada vez codiciaba con más fuerza el objeto.

Un día, desesperada, acudió a la hechicera del pueblo y le pidió un conjuro para conseguir el ansiado cántaro.

- ¿Estás segura de que quieres ese cántaro? - preguntó la anciana con voz severa - El precio a pagar será muy caro y de por vida…

Zasara sacó el dinero del fajín y la anciana la miró con lástima - El cántaro que anhelas no se paga con dinero…

- ¿Con qué entonces? - Preguntó Zasara

- Con una desgracia…- repuso la anciana

La mujer la miró espantada, pero estaba tan segura de que quería aquel objeto que aceptó las condiciones.

Volvió a su casa sintiéndose dichosa por primera vez en mucho tiempo.

Su marido la observó contento al verla por fin sonreír mientras contaba un cuento al pequeño Ismail.  Él la miraba con sus ojos negros brillantes de chiquillo y reía dichoso.

Al poco tiempo el niño se quedó dormido y la pareja se marchó a la cama.

A la mañana siguiente, cuando hacía rato ya que Zasara y el mercader habían comenzado el día, la mujer se percató de que el pequeño Ismail no se había levantado.

Con el corazón en un puño se acercó a la alcoba donde dormía el chiquillo. Le puso la mano en el pecho. El niño no respiraba…

Alarmada corrió a buscar ayuda, pero ya era tarde. El pequeño había muerto.

Fuera de sí corrió a casa de la hechicera a reclamarle, pero no la encontró.

Desquiciada por la culpa contó al marido la visita a la anciana y éste espantado la repudió.

LLegó a la funeraria desvalida y sola. Se sentó a esperar a que le dieran los restos de su hijo.

Cuando salió el encargado de incinerar el cuerpo de la sala del crematorio le tendió en sus manos las cenizas del pequeño.  Allí estaba: en el cántaro.