Como todas las mañanas las
mujeres acudieron al río. Allí estaba Aisha.
Zasara la observaba mientras
lavaban la ropa. No la conocía, en realidad no era Aisha lo que le interesaba,
sino el cántaro.
Estaba apoyado en el suelo, junto
a ella. Aisha lo cargaba cada día de ida y vuelta hasta la orilla y lo dejaba
allí posado sobre la arcilla de la ribera.
Era un recipiente grande,
contundente, labrado en un nácar blanco reluciente y adornado con figuras
geométricas trabajadas en oro.
La mujer lo vigilaba de soslayo
con la mirada mientras frotaba las prendas de colores en las rocas. Con
frecuencia lo acariciaba con gesto distraído mientras hablaba con sus
compañeras de faena.
Zasara estudiaba sus movimientos,
lentos y gráciles. Charlaba con ademán reposado, con una expresión casi etérea
en el rostro. Al mirarla quedaba prendada de su encanto. Al resto de las
mujeres les pasaba lo mismo: Aisha, sin
quererlo, despertaba las simpatías de todo el grueso de féminas.
"Tiene que ser efecto del
cántaro" - se decía una y otra vez Zasara - "Ese cántaro tiene algo
especial. Me pregunto que tendrá dentro…"
Tanto se obsesionó la mujer con
la idea de poseer el cántaro, que un día se acercó a Aisha con todos sus
ahorros guardados bajo el fajín.
- Te compro el cántaro - le
propuso cuando ella levantó la vista - Ponle un precio… - añadió con desdén.
Aisha la miró sin comprender y
agarrando el recipiente bruscamente le dijo que no estaba a la venta.
Ahora sí que Zasara no tenía duda
de que aquel cántaro era mágico… No sabía que contenía, pero conseguirlo se
convirtió en el propósito de su vida. La obsesión por poseerlo llegó a ser tan
fuerte que no la dejaba dormir por las noches. En cuanto se metía en la cama la
visión del cántaro le impedía conciliar el sueño.
Cuando su marido, que era
mercader, regresó después de varios días de viaje, encontró la casa
desorganizada, al único hijo de ambos desatendido y a la mujer más delgada y
envejecida.
Cuando le reclamó a la esposa,
ésta se echó a llorar y le imploró que le consiguiera aquel cántaro.
El hombre trato en vano de comprárselo
a Aisha y por mucho que buscó no encontró recipiente igual.
Pasaron los días y Zasara cada
vez codiciaba con más fuerza el objeto.
Un día, desesperada, acudió a la
hechicera del pueblo y le pidió un conjuro para conseguir el ansiado cántaro.
- ¿Estás segura de que quieres
ese cántaro? - preguntó la anciana con voz severa - El precio a pagar será muy
caro y de por vida…
Zasara sacó el dinero del fajín y
la anciana la miró con lástima - El cántaro que anhelas no se paga con dinero…
- ¿Con qué entonces? - Preguntó
Zasara
- Con una desgracia…- repuso la
anciana
La mujer la miró espantada, pero
estaba tan segura de que quería aquel objeto que aceptó las condiciones.
Volvió a su casa sintiéndose
dichosa por primera vez en mucho tiempo.
Su marido la observó contento al
verla por fin sonreír mientras contaba un cuento al pequeño Ismail. Él la miraba con sus ojos negros brillantes de
chiquillo y reía dichoso.
Al poco tiempo el niño se quedó
dormido y la pareja se marchó a la cama.
A la mañana siguiente, cuando
hacía rato ya que Zasara y el mercader habían comenzado el día, la mujer se
percató de que el pequeño Ismail no se había levantado.
Con el corazón en un puño se
acercó a la alcoba donde dormía el chiquillo. Le puso la mano en el pecho. El
niño no respiraba…
Alarmada corrió a buscar ayuda,
pero ya era tarde. El pequeño había muerto.
Fuera de sí corrió a casa de la
hechicera a reclamarle, pero no la encontró.
Desquiciada por la culpa contó al
marido la visita a la anciana y éste espantado la repudió.
LLegó a la funeraria desvalida y
sola. Se sentó a esperar a que le dieran los restos de su hijo.
Cuando salió el encargado de
incinerar el cuerpo de la sala del crematorio le tendió en sus manos las cenizas
del pequeño. Allí estaba: en el cántaro.