Una mañana de sábado un niño fue con sus padres al campo. Paseaban por
los senderos disfrutando del día soleado y de los campos de primavera vestidos
de margaritas.
El padre conocía al dueño de una de las granjas de la zona y dispuso ir
con el pequeño de visita para que viera los animales.
El niño estaba encantado. Miraba boquiabierto cómo el granjero ordeñaba a
una vaca que impasible dejaba que el hombre le manoseara las ubres arriba y
abajo sacando un hilo blanco de leche a presión como si de una manguera se
tratara.
Ayudo en la recolección de los huevos en el gallinero y casi deja caer el
primero al notar el huevo caliente en sus manos: - ¡está caliente! – dijo sorprendido.
- ¡Claro, acaba de salir de la gallina! – le dijo su padre riendo.
El niño miraba el huevo y a la gallina sin comprender como era posible
que un animal tan pequeño pusiera tamaño huevo desde el interior de su cuerpo…
La visita a los porcinos fue corta: El pequeño tapó su nariz al entrar al
corral de los cerdos que nada más verlos se acercaron haciendo ruidos de forma
un tanto agresiva e hicieron que el pequeño saliera corriendo asustado.
Pero lo que más le gusto al niño fueron los conejos. Estaban en el
exterior de la casa, dentro de un pequeño cercado y saltaban de un lado a otro
con algarabía.
El niño los miraba embelesado con la esperanza de que alguno de aquellos simpáticos
animalitos se acercara.
Estuvo un rato observando. Algunos de los conejos estaban inmóviles junto
al murito que les servía de cerca y parecían tristes.
El pequeño miró el murete. Eran apenas dos hileras de ladrillos
superpuestos. Algunos de los conejos eran casi tan altos como el muro, así que
el niño no entendía por qué no escapaban.
- Papá – dijo al niño en voz bajita al padre para que no lo escuchara el
granjero – los conejitos me dan un poco de pena, están todos apelotonados
dentro de ese espacio tan pequeño y con todo este campo alrededor… ¿Por qué no
se escapan?
El padre miró al niño y miró a los conejos que apostados junto al murete
parecían deseosos de salir. Luego observó a los conejos pequeños que trataban
de saltar el muro.
- ¿Ves los conejitos pequeños? – le preguntó el padre al niño.
El niño asintió mirando atento a los animalillos.
- Los conejitos intentan saltar el muro, pero no tienen suficiente fuerza
en sus patas para salvar la altura que los dejaría libres – dijo el padre.
El niño observó en silencio y añadió – Pero los conejos grandes podrían
saltar el muro sin dificultad… ¿Por qué no lo hacen? –
- Los conejos grandes antes fueron conejitos como estos que vemos e
intentaron saltar el muro muchas veces sin conseguirlo –contestó el padre - A
base de intentarlo aprendieron que no podían salir y llegó un momento en que
dejaron de intentarlo. Luego crecieron hasta convertirse en conejos grandes.
Ahora podrían salir de un salto, pues sus patas son fuertes y ya pueden saltar
la altura del muro, pero ni siquiera lo intentan.
- No entiendo… – dijo el niño - ¿Entonces por qué no lo intentan?
- No lo intentan porque aprendieron que no podían salir. Y ahora piensan
que no son capaces.
- Pero ahora son grandes y fuertes y saltan muy alto… - protestó el
pequeño.
- Ya… - dijo el padre – pero su experiencia en el pasado les enseñó que
no podían. Las circunstancias han cambiado, pero ellos no lo ven. Simplemente piensan
que no pueden y por eso no se escapan – dijo el hombre escogiéndose de hombres
ante la mirada desconcertada del pequeño.