domingo, 30 de abril de 2017

Una historia para pensar: La serpiente de dos cabezas



En un inhospito desierto, en un lugar cualquiera en medio de la nada, moraba una serpiente debajo de una piedra.
La serpiente había nacido con dos cabezas, una a cada extremo.

Todos los días, con la salida del sol, la serpiente reptaba a lo alto de la piedra y allí las dos cabezas pasaban el día entero discutiendo.

Sabían de buena tinta que al norte de donde habitaban se encontraba una montaña y al sur estaba el mar inmenso.


Las dos cabezas trataban de ponerse de acuerdo de hacia que lugar dirigirse:
- Yo quiero ir al mar, ocultarme en la arena y escuchar el arrullo de las olas que me refresquen - decía una de ellas.
- Pues yo quiero ir a la montaña. Y disfrutar del verdor de los árboles y sisear entre las ramas a la sombra de sus hojas- decía la otra.


Y así pasaban los días, discutiendo que dirección tomar y sin alcanzar un acuerdo.


A veces, mientras una de las cabezas se echaba la siesta, la otra caminaba hacía el destino que ella deseaba, pero cuando agotada se quedaba dormida, la otra aprovechaba la ocasión para desandar lo caminado en la dirección apuesta.
Así, las dos permanecían siempre inmoviles en el mismo punto, sin avanzar ni en un sentido ni en otro.


Las dos se sentían enormemente desgraciadas y lloraban desconsoladas implorando a los dioses:
- ¡O dioses todo poderosos!, ¿Por qué fuisteis tan crueles y me atasteis a esta otra cabeza que me niega la felicidad de caminar hasta el lugar que deseo? - decía una de ellas.
-  ¡Apiadaros de mí, magnanimos dioses, y separarme de esta cabeza hueca que me limita! - gritaba implorando la otra.


Un día, un caminante que pasaba por allí, se paró al escuchar los lamentos de la serpiente y llevado por la curiosidad se acercó al animal.

- ¿En que puedo ayudaros? - preguntó al escuchar su historia
- ¿Acaso podrías tú separarnos? - dijo una de las cabezas.
- ¡Sí, por favor, liberanos de este suplicio de vivir la una atada a la otra! - dijo la cabeza opuesta.
- ¿De veras es eso lo que deseáis?- preguntó el hombre
- ¡Sí! - gritaron las dos a coro


Entonces el hombre se quedó un momento pensando. Sacó su cuchillo y, con un certero golpe seco, partió a la serpiente por la mitad.



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sábado, 22 de abril de 2017

Una historia para pensar: El filósofo y el campesino


En cierta ocasión una gran tormenta sorprendió en el camino a un filósofo que se dirigía a la ciudad a caballo.
La violencia de la lluvia y la sonoridad de los truenos eran tales, que el hombre tuvo que buscar refugio mientras esperaba a que escampará.
No muy lejos de donde se encontraba, divisó un casucho de los que los pastores usaban en la zona para guarecerse mientras trashumaban con el ganado.
Cuando llegó al refugio, se encontró dentro a un campesino que había sido sorprendido en la misma tesitura y que también había buscado amparo bajo el chamizo.
Los dos se saludaron cordialmente y, viendo que la tormenta se alargaba y la noche empezaba a caer, decidieron compartir el improvisado hospedaje.
El filósofo desempacó los dos grandes bultos que había desenganchado de su caballo. El campesino quedó asombrado al ver que en su mayoría lo que el hombre portaba eran libros.
El equipaje del labriego era menos abultado:  Un hatillo ligero y ropa de abrigo.
Cuando cayó la noche, el campesino sacó de entre sus bultos unos troncos y unas cerillas con las que hicieron un fuego para calentarse. Portaba también un par de conejos recién cazados, así que tras limpiar y cocinar uno de los animales le ofreció al filósofo que compartiera su cena.
El hombre de letras, agradecido, comió y se calentó junto a la lumbre que el labriego le ofrecía.
Aprovechó la ocasión para hablar con el hombre sobre las cosechas, y trató de explicarle las teorías sobre como optimizar los resultados con una agricultura colaborativa e introducir innovaciones tecnológicas.
El filósofo, haciendo alarde de paciencia , exponía una tras otra sus tesis sobre el caciquismo en los latifundios y sobre como los campesinos debían alzarse en contra de los opresores.
El labriego, por su parte, asentía sin entender bien lo que el filósofo le explicaba.
Cuando la noche estuvo ya bien entrada los dos hombres se fueron a dormir. El campesino portaba dos mantas de lana de oveja que le había confeccionado su esposa y prestó gustoso una de ellas a su compañero que tiritaba de frío.
A la mañana siguiente los dos hombres se despidieron. Estaban ya a punto de partir cada uno en una dirección cuando el campesino, con timidez, preguntó al filósofo:
- Señor… ¿podría usted regalarme uno de sus libros?-
El filósofo, infinitamente agradecido por la generosidad del humilde campesino, le dijo sonriente: -  ¡elija usted el que quiera, faltaría más! – y le mostró todos sus tomos.
El campesino los ojeó durante unos minutos y finamente escogió.
Ambos emprendieron el camino hacia su destino.
El filósofo llegó primero y les contó la historia a sus colegas:
- ¿y que libro escogió? – preguntaron ellos con suma curiosidad
- ¡"El contrato social" de Rousseau, nada más y nada menos! – dijo orgulloso el filósofo suscitando la admiración de todos los que le escuchaban. Y con vanidad añadió: - ¡Creo que acabo de cambiar una vida, señores! – y se inclinó para recibir la ovación de sus compañeros que sorprendidos por la elección le jaleaban.
El campesino, por su parte, llegó a la aldea y les contó a sus compadres:
- Y allí estaba ese pobre hombre que lo único que portaba eran libros. ¡Imaginaros… ni fuego, ni comida, ni abrigo…solo libros!¡ Si no hubiera sido por mi, capaz de morir congelado!
En la noche, cuando empezó a acuciar el frío, ya en casa con su esposa, el campesino sacó el libro.
Se quedó un rato contemplándolo tratando de descifrar lo que había escrito en él. Una a una arrancó las hojas que no podía entender porque no sabía leer y las fue lanzando al fuego del hogar para mantenerlo encendido. Después de unas horas del famoso libro solo quedaban las tapas.
Su mujer las observó durante un rato:
- ¡Mira!¡nos servirán para matar las moscas! – dijo contenta de haberles encontrado una utilidad.

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Una mujer corriente


Como cada semana Julia limpiaba el polvo de la estantería del salón.


Lo hacía con suma concentración, de forma metódica, sacando los libros de cada estante uno por uno y volviendo a colocarlos después en su lugar exacto.


Acariciaba a cada uno con mimo.


Limpiaba sus tapas con un trapo, retiraba el polvo de los cantos de las hojas del libro cerrado y los colocaba sobre la mesa.


Algunos recibían una atención especial durante el ritual. Los miraba con los ojos entornados y pasaba las yemas de sus dedos sobre las letras del título. Luego los abría por una página al azar leyendo algunas líneas oliendo sus páginas con añoranza.


Mientras limpiaba, esbozaba una sonrisa ojeando a Gabriel Garcia Marquez, sus ojos se tornaban pensativos con Herman Hesse, rememoraba las noches sin sueño devorando páginas con Tolstoi o Dostoievski, se llenaba de la juventud ardiente ya perdida con Shakespeare y sus ojos brillaban con emoción con el principito. Terminaba abrazando contra su pecho "la insoportable levedad del ser", su libro preferido.


Solía tardar más de una hora en dejar aquel rincón limpio. Ver los tomos con los colores avivados en su lomo la llenaba de alegría. Era como rejuvenecer.


Había pasado un siglo desde la última vez que se había perdido en una librería y elegido sin culpabilidad un título deseado o al azar.


Echaba de menos el olor a papel, a libro rancio de mercadillo de segunda mano, o a papel nuevo de libro recién impreso.


La maldita crisis había convertido los libros en artículos de lujo. Simplemente no podía permitírselos, así que los leía en el ebook o los descargaba en su teléfono móvil.


No podía renunciar a la lectura, era lo único de sí misma que le quedaba, pero el placer no era el mismo que al sentir las hojas pasar entre su dedos.


Observaba los estantes de su casa que aglutinaban bastantes ejemplares y recordaba la satisfacción que le había generado antaño ver crecer aquella colección.


Hacía tanto que no se compraba un libro de carne y hueso…Sí, porque para ella, los libros no eran de papel, eran de carne y hueso y siempre contenían alma. Casi todos tenían un pedazo de la suya.


Los libros siempre dibujaban a personas. Cuando alguien era importante para ella, le regalaba un libro.


No cualquiera era merecedor de esta dádiva. Solo regalaba un libro cuando creía que iba a aportar algo importante a la vida de esa persona. Era su manera de demostrar su admiración, respeto o amor. En ocasiones, las tres cosas juntas.


Pero no valía cualquier libro: Tenía que ser un libro especial. Buscaba en su memoria, entre las miles de páginas, un libro donde se reflejará esa persona.


Iba a una librería, una pequeña, de las de toda la vida, alguna de las que quedaban en el centro de la ciudad vieja, y compraba un nuevo ejemplar.


Nunca regalaba sus propios libros, sería como desprenderse de un pedazo de ella misma. Sus libros, esos que llenaban sus estantes, eran sagrados. No solo contenían letras, contenían momentos de su vida, recuerdos, sueños y anhelos. O mejor dicho, casi nunca…


En su estantería había un hueco. Ella lo miraba acariciando el vacío del libro que ya no estaba. Lo hacía con melancolía, mientra la imagen de ÉL se dibujaba en su memoria.


Se preguntaba qué sería de aquel libro. El único que había osado mancillar con una dedicatoria en sus páginas. Incluso se había atrevido a escribir una poesía de su puño y letra. ¡Valiente desfachatez la suya…!


Había sido un libro de despedida. Sus páginas guardaban la esperanza de un "te quiero" que nunca llegó. Albergaban la fe en lo invisible escrito con letras temblorosas que esperaban que el universo hiciera su trabajo y no dejara que aquel amor se doblegara al miedo.


"Juan Salvador Gaviota" rezaba el título.


ÉL lo había cogido casi despreciándolo. Lo había abierto y leído la dedicatoria con desinterés. Luego simplemente se había marchado para siempre.


No volvió la cabeza. No la abrazo. No se inmuto ante la desesperación del océano de emociones que se dibujaban en sus ojos. Ni siquiera se percató de la súplica silenciosa que gritaban las palabras que no escribió. Simplemente lo cogió y se marchó.


Y todo lo que había quedado, era aquel hueco en su estantería.


Aquel hueco ínfimo de cuya existencia nadie se había percatado. Pero allí dentro, en lo más profundo de su ser, el hueco que había dejado el libro era mucho mayor.


La llave giró en la puerta y los pequeños bracitos de Gabriel aprisionaron sus piernas.


- Mamá…– preguntó el niño con los ojos muy abiertos al verla colocando los libros- ¿Los has leído todos?


- ¡Claro! Tú leerás muchos más… – Le dijo ella acariciándole el pelo


- ¿Qué hay de comer? – interrogó Carlos a la par que la besaba ligeramente en los labios al entrar – ¡estoy muerto de hambre! – añadió sonriendo


- Albóndigas – dijo Julia


Dejó el último libro en su sitio y se encaminó a la cocina donde humeaba la cazuela sobre el fogón aún caliente.


Y que podía saber ella de alma, de libros o de amor…- pensó para sí-  al fin y al cabo, ella era tan solo una mujer corriente.

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